En una ciudad en donde las cosas erradas se pagaban caras, el rey decidió que una persona debía ser ejecutada. Y para ello, decidió ahorcarlo. Para darle un poco más de sabor, colocaron en dos plataformas dos horcas. A una la llamaron “altar de la verdad” y a la otra, “el altar de la mentira”.
Cuando estuvieron frente al reo, le explicaron las reglas:
“Tendrás oportunidad de decir tus últimas palabras, como es de estilo. De acuerdo con que lo que digas sea verdad o mentira, serás ejecutado en este altar (señalando el de la verdad) o en el otro. Es tu decisión”.
El preso pensó un rato y dijo que estaba listo para pronunciar sus últimas palabras. Se hizo silencio y todos se prepararon para escucharlo. Y dijo: “ustedes me van a colgar en el altar de la mentira”.
“¿Es todo?”, le preguntaron.
“Sí”, respondió.
Los verdugos se acercaron a esta persona y se dispusieron a llevarla al altar de la mentira. Cuando lo tuvieron al lado, uno de ellos dijo:
“Un momento por favor. No podemos colgarlo acá, porque si lo hiciéramos sus últimas palabras habrían sido ciertas. Y para cumplir con las reglas, nosotros le dijimos que lo colgaríamos de acuerdo con la validez de sus últimas palabras. Él dijo que ‘lo colgaríamos en el altar de la mentira’. Luego, allí no podemos colgarlo porque sus palabras serían ciertas”.
Otro de los que participaba arriesgó: “Claro. Corresponde que lo colguemos en el altar de la verdad”.
“Falso”, gritó uno de atrás. “Si fuera así, lo estaríamos premiando ya que sus últimas palabras fueron mentira. No lo podemos colgar en el altar de la verdad”.
Ciertamente confundidos, todos los que pensaban ejecutar al preso se trenzaron en una discusión eterna. El reo escapó y hoy escribe libros de lógica.
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